Hay cosas que cuesta mucho cambiar, entre otras cosas porque tampoco ve uno la menor necesidad de cambiarlas; una de esas cosas, en el apartado de lo comestible, de lo placentero, son, qué duda cabe, los huevos fritos, tan sencillos ellos, aunque sólo sea en teoría, y que gustan a todo el mundo.
Y le sientan bien, en general, que ya sabemos que aquella leyenda negra del exceso de colesterol era eso: leyenda. Nunca entendí cómo era posible que textos médicos de países anglosajones, donde desayunan huevos con regularidad, se nos dijese a los latinos que teníamos que restringir el consumo de huevos a tres unidades por semana, como mucho: eso suena como lo del fraile que decía “haced lo que yo digo, no lo que yo hago”…
Bueno: huevos fritos. Pero, para empezar, que sean eso: fritos. Y freír, dice el Diccionario, consiste en “hacer que un alimento crudo esté en disposición de poderse comer, teniéndolo el tiempo necesario en aceite o grasa hirviendo”. Ay, qué mal come el Diccionario y quienes lo hacen… Dejemos a un lado lo de “estar en disposición de poderse comer”, porque hay montones de alimentos crudos que, tal cual, se pueden comer; parece que los inmortales del castellano sólo comen cosas fritas.
Aceite o grasa hirviendo… Bueno, desde este lado del charco, desde un país olivarero como España, qué les vamos a decir: aceite. Y, acá, decir aceite es decir “de oliva” y, a poder ser, “virgen”, al menos el aceite, porque la vida sexual de las aceitunas nos trae al fresco; yo siempre escribo “aceite virgen de oliva”, no “aceite de oliva virgen”.
Por supuesto, pueden ustedes freír huevos en otros aceites: soya, girasol, maíz… pero usen aceite, no grasas animales.
Por supuesto, unos huevos fritos “comme il faut” no son los típicos de la barra de un bar, de la mesa de una cafetería. Ésos son huevos hechos a la plancha, en mantequilla, muy bonitos ellos, no pocas veces de forma cuadrada, por el molde en el que se cascan… No: ésos no son huevos fritos.
Los huevos fritos, usted mismo. Anímese: no es tan fácil como se da a entender, pero tampoco requiere un “master” en cocina adriática ni un doctorado en frituras. Usted saque de la heladera los huevos que vaya a usar, y páseles un agua.
Elija sartén, mejor honda y de poco diámetro. Llévela al fuego, o a su equivalente en su placa, y póngale el aceite elegido. Sin miedo, sin tacañería: sea generoso. Cuando el aceite esté bien caliente, dispóngase a proceder.
Casque un huevo contra el borde de un plato, nunca contra el de la sartén. Deje caer en el aceite desde lo más cerca que pueda el conjunto clara-yema. No haga nada más: sólo mire y espere. Hay gente que rocía con aceite la yema: si la quiere prácticamente líquida, para mojar, ni se le ocurra hacerlo.
Espere a que en los bordes de la clara vayan apreciando -por debajo- un tono ligeramente tostado, mientras que esos mismos bordes se forma lo que llamamos “puntilla”. En ese momento, requiera una espumadera, y retire con ella el huevo, dejando escurrir el aceite. Luego, otro huevo. Mejor uno cada vez, aunque la tentación de hacerlos por pares es casi invencible.
Y ahí tiene usted un huevo frito como es debido, no a la inglesa ni a la yanqui. A partir de ahí… arroz blanco, tomate, papas fritas, chorizo, panceta… lo que a usted más le apetezca en cada momento.
Imprescindible, eso sí, un buen pan. Para mojar. Porque, amigos míos, no hay salsa en el mundo como la yema de huevo… y no la inventó ningún cocinero mediático, no: ya la hacen ellas solas, las gallinas, cosa que debería hacer pensar a esos “genios” de los fogones que, a veces, viene bien un poco de humildad. (EFE)
Fuente: El comercio
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